miércoles, 19 de mayo de 2010

Máscaras sin Recortar


Todos nosotros contamos con un arsenal de máscaras, sea más o menos reducido, o más o menos variado. Las Máscaras, fuera de la teatralidad del término, son elementos de una necesidad casi primaria por el ámbito en el que vivimos; todos necesitamos lucir una y otra máscara, dependiendo del contexto, el individuo (se admite también ente) que tengamos delante, nuestro humor, la época del año, de nuestra vida... una infinitud de factores determinan qué máscaras llevamos en qué momentos. Pero no vengo a examinar a las máscaras hoy, sino a otra clase de máscaras y a ellas precisamente me voy a referir y también voy a inferir al respecto.

Cuando uno crea una máscara, la crea o a conciencia o inconscientemente, dándole un poco de terminología moderna a la cosa. Pero en el camino de creación de la máscara, quedan un montón de recortes, un montón de bocetos, tiras de papel arrugado, colores sin usar y otras cosas que, si bien no deben olvidarse, tampoco se las debe considerar relevantes. Sin embargo, en el espacio de tiempo en que adoptamos nuestras máscaras preferidas, hay máscaras terminadas, cuyo único paso faltante es el hecho de ser recortadas, y sin embargo permanecen ahí, en el ático de nuestra vida, perennes y sin embargo, envejeciendo (como todo lo que somos y tenemos nosotros).

Estas máscaras sin recortar son particulares; particulares porque pocas veces son destruidas, y pocas veces dejan de significar lo que significan; después de todo, que cosa más cargada de significados, simbología e iconografía que una máscara?

Estas máscaras, decía, son como fotos viejas, que nos siguen tirando agua que ya se secó hace mucho tiempo, dándonos la mano con amigos que ya son polvo en el pasado (y no precisamente porque estén muertos, o alguna vulgaridad por el estilo), haciéndonos recordar lo que sentíamos cuando vestíamos aquel viejo traje, nuevo entonces, con el pelo tirado hacia atrás a la gomina.

Y una vez más me pregunto; porqué estas máscaras nunca pudieron brillar en el escenario de la vida? Porqué esa máscara particular, preparada para que una posible noviecita de la infancia vea, nunca besó con labios de niña la mejilla sonrojada de un varoncito? Porqué esa otra máscara, hirsuta y greñuda, nunca se atrevió a lucir por las callejuelas retorcidas y empedradas, manchada su boca de vino barato y sus ojos, legañosos? Porqué aquella otra máscara, la de la milicia, tampoco brilló? Y aquella otra, la del maníaco encendido bajo las estrellas, estrangulando algo que segundos antes estaba vivo? Y la otra también, la del abogado que se la pasa entre iguales, fumando habanos grandes como una casa? Que pasa con la máscara de monja, que ocultamos cuidadosamente, aunque ella le rece a Dios el Rosario todas las noches? Que pasa con la otra máscara, la máscara más sencilla de todas, la máscara rasa de recién nacido, recién graduado, o recién venido?

Me encuentro entonces ante mi némesis constante y declarado; el tiempo. No puedo dejar de pensar que sin él, la ecuación de las máscaras dejaría de tener sentido para resignificarse en la eternidad y lo perenne, la multiplicidad de las ópticas y el trabajo conjunto de la compleja mente humana. Es imposible contemplar esta posibilidad? Es posible dentro del marco de la probabilidad, pero no del de la exactitud. Además, la mente humana actual no está preparada para un shock de tales dimensiones; enfrentarse a la cantidad de supuestos, sobrenombres, trajes viejos, muertos (literales e imaginarios), palabras, perfumes y melodías volvería loco a cualquiera. Es más, ahora mismo estoy considerando escribir algo respecto a eso, y a la fortaleza de la mente humana... pero no, sería demasiado pegajoso (Aunque quien sabe, a veces mis demonios tentacionales me ganan).

Dejar el tiempo de lado nos permitiría vivir y sufrir a través de todas las máscaras, pero, es probable que pudiéramos, con cada una, sobrevivir al resto, sin prejuzgar y sin aniquilarlas? No nos mataríamos a nosotros mismos en el proceso? O acaso es mejor vivir con un número limitado de máscaras, sin saberse llevar, con el facón abajo del brazo para desenvainar ante quien pregunte por las otras, aquellas que están en el átco?

Es curioso...

El Árbol del que Caímos


Imaginarse un Árbol parlanchín, lleno de ramas colosales y kilométricas, con un tronco tan grueso como el núcleo de la tierra mismo; un baobab colosal que devorase el cosmos y del cual pendieran, como frutas maduras, las figuras de cuerpos humanos (de cinco mil millones, eh) es fácil, y difícil a la vez.


Piénsenlo un segundo y se van a dar cuenta.


La imagen fácil y la imagen difícil están encerradas en unas pocas palabras; la imagen fácil es la imagen que se describe con pocas palabras y que vemos en un flash de ojos, como quien pestañea y ve caer una hoja contra la luz del sol; es algo que no puede tener detalles, pero es algo. Y en ese algo absorbe la dificultad aparente que encierra; es un objeto sencillo, recortado contra la luz del sol, pero es un objeto. Inamovible y móvil a la vez. Con detalles difuminados, como rozados sobre vidrio esmerilado. Insinúa la complejidad de la que carece, y disfruta con cada caída, como aquella hoja desprendida, los ojos de miles de personas que la ven solamente en un pestañeo. Es fugaz, y porque es fugaz sufre; perecerá en la memoria y será abono de otras cuestiones; pero sin embargo, continuará siendo algo que ya no es, y mutará en forma impredecible. Probablemente tenga ramitas y hojas, y cuente con un ser humano nuevamente; pero esa es sola una de las posibilidades.


Por el otro lado, la imagen difícil es todo lo contrario; plagada de detalle, de un árbol terriblemente nudoso que sube hacia al cielo y abre su copa como muchísimas manos orando hacia los astros; su tronco, recorrido por vetas y nudos, parece haber sido tejido por un carpintero fantástico, o tejido por un coloso que fuera alérgico a la lana, cual bufanda viviente. Miren los cuerpos meciéndose en el viento, apenas bosquejados con grafito y vestidos con ropa cualquiera; por aquí, un negro pequeño y brillante como un ópalo; por allá, un hombre extremadamente pálido que se mece apenas de la rama de la que cuelga. Niños, millones de niños que se agrupan y mecen, como un rebaño dormido soñando qué travesura harán mañana. Mujeres, personas, ancianos. Todo recortado sobre el árbol en sí, el árbol de raíces monstruosas que devora el suelo sobre el que pisa, y que sin embargo alberga en su seno a semejante cantidad de personas, que crea y descrea los hombres que cuelgan de sus ramas. La luz de un sol distante se filtra entre los millones de cuerpos; alguno de esos cuerpos parecen pétalos de flores al viento, cuando éste sopla; otros simplemente parecen piñas a punto de caerse. Y entonces sucede, y la música del viento cesa cuando no uno, sino varios hombres y mujeres bastante arrugados, y otros no tanto, y un puñado de niños se cae a tierra. Uno atenta a moverse, pero no puede, es espectador. Uno se estremece al imaginarse la altura de leguas desde las ramas al piso; pero también ve algo en sus rostros mientras caen la larga caída; ya están en paz cuando se desprenden del árbol. Y el suelo del árbol está plagado de cuerpos mustios, de brotes que se cayeron por ventura o porque ya era su hora. Y las raíces del árbol se remueven como serpientes, o como una boca tentaculosa que no quiere largar su alimento, y chupa con más fuerza. Si, ése mismo árbol que nutre a sus hijos con otros hijos, es el mismo árbol que los hace caer para sobrevivir.


Pero por supuesto, podemos especular (ahora llega el momento) un montón de cuestiones. Qué quiso decir el autor con esa metáfora? Porque la referencia a la diferencia entre las dos imágenes? Porqué hay énfasis en remarcar esa especie de apología al equilibrio? Porqué usar un árbol, seres humanos y pestañeos cuando se podrían usar puertas, perros y tráfico, o carnavales, calesitas y peras de madera? Qué sacamos en claro de cada imagen? Quien pestañea y quien se queda mirando los detalles? Dios está en los detalles?


Podemos seguir especulando, amigos, pero el árbol prosigue su actividad, pestañeada o no, a pesar de todas las palabras que un autor pueda decir (o no) respecto a él. Y como realmente no me interesa sacar conclusiones, sino admirar al árbol en detalle (no soy de los que pestañean), me llamo al silencio y los dejo a ustedes con el suyo.